El Mar de los Corazones Hundidos.
La Tierra es el planeta azul que respira en su interior con el fuego de un corazón salvaje, esto se hace visible observando las mareas y el bravo oleaje de los océanos. El cine es la visión de un equipo de personas que deberían funcionar acompasados como una orquesta al director, y el movimiento de sus fotogramas son oleadas de imaginación que perviven. En el corazón del joven de nombre Ronny, existía el deseo de convertirse en un creador de fortuna, una aventurero... ¡y vaya si lo conseguiría!
De la aparición en televisión por series míticas como Lassie, Bonanza o M.A.S.H., hasta ser llamado por el mismo George Lucas para una aventura musical titulada American Graffiti.
En el corazón de la última película del director estadounidense Ron Howard (con éxitos como Cocoon, Willow o Apollo XIII) diría que acepta los retos históricos, como aquel salto a la dirección que tomara en 1977. Un logro que se halla implícito en su trayecto imparable en este último filme, pintoresco como esos retratos o marinas al óleo que parecen sobrevivir al paso del tiempo. Es la labor física (desde la producción de estudio en Inglaterra hasta un paseo marítimo por Las Islas Canarias, entre Lanzarote y La Gomera) hasta la creación, que tiene su raíz en la herencia artística de su familia.
Cuadros de población situada al borde del mar, en la costa de una sociedad que debiera arriesgar las propias vidas de sus marineros, padres de familia, para hallar el remedio a sus debilidades, necesidades o enfermedades. En el Corazón del Mar, esa búsqueda de los recursos naturales es necesaria para mantener aquella antigua receta que se mantiene hoy, cierta estabilidad que denominamos bienestar.
Para ello, muchas veces tendrían que pasar los hombres aventureros por vicisitudes que pusieron a prueba su capacidad de supervivencia personal, y retrasar una mortalidad demasiado temprana en la sociedad de 1820.
Precisamente, justo un año después de este proceso creativo que significara adaptar la historia, se escribe una novela o narración que complementa su realidad con ficción (y viceversa), después se publicaría una novela del ilustre Herman Melville basada en la carrera de esos hombres aguerridos circunvalando el mundo de océano en océano. Una maravilla que desenreda todos los nudos en la imaginación y haría famoso a un fantasma de blanco, con su corazón enorme llamado Moby Dick.
A modo de confidente testimonial, el autor escucha de voz protagonista aquellas viejas aventuras de marinería, entre el honor de los duros hombres y la diferencia de clases sociales de sus familias.
El joven literato, en retrospectiva, neoyorquino interpretado por Ben Whishaw (Spectre, La Chica Danesa y Sufragistas) se entrevista con un hombre con recuerdos de grumete, y el actor Tom Holland (estrella en ciernes que interpretará al nuevo Peter Parker) crece en el filme hasta transformarse en el respetado actor Brendan Gleeson, para narrar en persona una historia que jamás fuera contada en público. Si en cine con John Barrymore o Gregory Peck, en la versión literaria que no real de Howard.
En esta, se narra la perspectiva épica de una época (algo olvidada en nuestras comodidades) y de aquellos hombres o mujeres que debían luchar a diario para mantener a sus familias, aunque tuvieran que enfrentarse con el mismo demonio del mar. Algunos para alimentar sus egos personales con seriedad aventurera de Chris Hemsworth (combina con éxitos comerciales como Cazafantasmas 3, El Cazador y La Reina de Hielo o Thor Ragnarok, ahora se rumorea su participación también como Doc Savage), o el buen hacer de Benjamin Walker como el Capitán Pollard, Cillian Murphy o Paul Anderson (The Revenant). La mayoría, pensando en las bocas de sus hijos o calentando motores y lámparas de una sociedad que evolucionaba hacia la aparición inevitable de nuevos avances tecnológicos.
Con la única protección de un casco de hierro forjado y maderas nobles breadas, con viento y agua salada como compañía, día y noche, conseguirían establecer un mercado habitual de combustible y otras materias apreciadas o deseadas por ciudadanos a miles de kilómetros de su sudor. Tal vez, sangre. Materiales que derretidos servían de energía, para producir luz o calor.
Moby Dick es reconocida por miles de erúditos naúticos, como gran novela de cabotaje de la Literatura Universal que indaga en la relación aguerrida de antiguas tripulaciones, tal que un capitán ballenero y padre se enfrenta a la teoría de oficiales salidos de la Academia. En otro sistema circulatorio, la ballena (o su familiar el cachalote) que desafía a quienes se adentran en su dominios oceánico con intenciones sangrientas, cerca del cabo de Hornos defendería a su familia con la inteligencia natural de su esencia protectora y salvaje, hasta llegar al punto de no olvidar su misión de darles caza.
En esta venganza individual entre especies diferenciadas por natura y evolución, más o menos cerebrales, en cambio el tamaño si que importa, cuando la envergadura total es semejante a la totalidad de eslora del buque ballenero de 27 metros, de proa a popa.
La salida del Essex de la costa de Nueva Inglaterra y sus protagonistas, transcurrió entre tareas necesarias en la navegación y el mundo físico ante el comercio de la pesca, de instantes bien recreados durante su labor cotidiana con los eufemismos propios de la aventura clásica (oficiales y piratas), cuando esos hombres se adentraban en territorios inhóspitos, la fuerza de sus manos desnudas frente a monstruos desafiantes o enfermedades, equilibrados con sus piernas en botes inestables y aferrados a unos centímetros de afilado metal. Si empuñabas con demasiada fuerza podías irte arrastrado al infierno abisal como Ahab, no es el caso de la firme labor interpretativa de un Mr. Hemsworth que sigue alimentado su carrera de títulos interesantes.
El filme de Howard refleja la recreación de enfrentamientos reales en la tripulación y supervivencia, tras el mundo de fantasía que relataran las hojas maestras de Melville; en unas circunstancias brutales que hacen crecer la historia a distintos niveles, desde el heroico al siniestro.
Por la superficie de la rivalidad, se halla el hombre con su enemigo genético, otro hombre. Donde las clases sociales divididas entre la marinería se entregan a la competencia de valores personales como la presión financiera de la industria pesquera. Competencia en faenas entre buques y arponeros, represalias en forma de tormentas y bodegas repletas (o no) de productos que proporcionarían esa tranquilidad familiar, prosperidad e irremediable lucha por la propia relevancia social y monetaria.
Una vez avistado el problema en el horizonte, aparecen problemas de rapiña y falsedad de aquellos que trataron de enriquecerse frente al valor de demacrados aventureros, verdaderos oprimidos por la responsabilidad civil ante comerciantes y leguleyos, con seguros y sus oportunidades jurídicas centradas en actividades morales tan superficiales como de calado económico. Siempre en busca de la rentabilidad de propiedades en los tribunales de justicia.
En la profundidad de la historia está la unidad, de amistad o de una familia que empieza a crecer en la costa, mientras los ojos del arponero de mirada azul lanzan su acero hacia otro gran ocelo avizor, protector como él. Un duelo de corazones en el mar, que permitiría escribir líneas de historia y de fantasía, como memorias contadas de sombras del pasado, que desaparecen de nuevo como los fantasmas en las profundidades.
Incluso, estos héroes cuando escasea el volumen necesario del interior de sus cuerpos, para sufriendo seguir adelante, tienen que nutrirse con el valor de sus caídos corazones. Aunque, en la hora de la verdad, uno queda sólo con su fuerza interior o capacidad para sobrevivir, como cada cual acepta su puesto en la pirámide alimentaria. Unos son protagonistas del sufrimiento, dolor superficial de un ego herido o muerte profunda sus almas; y algunos, todos reales, volverán a tomar las riendas de sus familias, superficialmente o en las profundidades del mar.
Pues en la soledad, y necesidad, siempre el corazón será quien domine nuestras vidas. Arriba o abajo... de esa línea roja divisoria, entre sangre humana y el azul del mar.