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sábado, 14 de junio de 2014

El Gran Hotel Budapest: in the Wes.


Wes to Europe.

Esta película debido a la concepción que tiene todo el mundo de sus 7, se puede comentar de dos formas, por su singular director norteamericano Wes Anderson, con su mano especial para el rodaje de secuencias disparatadas y elaboración de escenarios, y por los rostros que en ella aparecen.
Debido a las características en las películas de Wes, ya de por sí conocidas por todos los aficionados al cine y a su legión invariable de acólitos (yo me encuentro entre la espada y la pared, entre cal y arena, entre unas películas que me atraen y otras que aborrezco), prefiero dedicar los designios de este comentario a la expresividad.

El Gran Hotel Budapest, como otras del mismo director, pretende ejercer su poderío visual sobre el espectador. Abrumado por la diversidad de encuadres y travellings, de secuencias desenfrenadas y estatismo de los actores entregados a su locuacidad e irreverencia interpretativa. Se mantiene en sus trece de, ofrecer su amplia gama colorista entre los tonos ´pasteloides` y el gris ceniciento azulado, enmarcando los diferentes estados de ánimo de los personajes. Buscando que sus secuencias sean recordadas y mantenidas en la retina, sin embargo, es posible que pasado un primer visionado se olviden como un sueño colorista.

Quedarán los rostros de su elenco, maquillaje y vestuario que presentan a rostros de grandes actores y el juego del reconocimiento por parte del público. Caras que demuestran un máster del pagano por la representación del esnobismo (disfrazado de nostalgia), de unos europeos que quedan atrás en el tiempo, ya casi irreconocibles. De unos personajes en una Europa de entreguerras que se reconocen por una pulcritud y estilismo sofisticado, de ricos. Solamente una cara nueva y otra emergente, en enamoramiento juvenil del agrado del director, pero distantes y fríos. Expresiones de romanticismo asexuado, entre el botones Tony Revolory y la pastelera Saoirse Ronan.

El Gran Peso del Budapest, recae en las estrellas y en la dicción británica, desde el siempre correcto Ralph Fiennes hasta los minutos de cameo de nuestro estimado Bill Murray. Una colección sin tregua para caricaturizar a simpáticos personajes, letrados y familiares encarados, asesinos de ceja levantada, policías militarizados de ceño fruncido. Así, nos hallamos con la recuperación esporádica de Jeff Goldblum, Edward Norton, F. Murray Abraham o Adrien Brody, con escarceos maquillados de Harvey Keitel o Tilda Swinton, como un cluedo o un vagón plagado de invitados a la fiesta, o mejor dicho al robo como leitmotiv para contar una historia sin demasiado interés. A pesar del cuadro histórico, que yo creo desperdiciado en parte.

Se compara en determinados círculos con una screwball de viejos tiempos cinematográficos, en los que los actores se relacionaban entre ellos, emergían los problemas y los gags graciosos, aquí todo queda enmascarado en la música grandilocuente de Alexadre Desplat y la comedia que no da más de sí. Aceleración por comedia, pero sin el silencio de los grandes como Charlot, ni el toque de Lubisth, ni que hablar de los diálogos brillantes de Billy Wilder, of course.
Todo por culpa, mejor dicho, debido a un guion con manierismo Andersoniano, junto a su compañero de letras (a veces cansinas) Hugo Guinness, decantados al surrealismo y a la epopeya engañosa del cuadro de marras, como método de desvío de la acción y las peleas entre familiares de alta cuna, y asesinos contratados a sueldo, dónde Willem Dafoe brilla entre los demás, por su caricatura a lo malvado de Hitchcock, a lo Pierre Nodoyuna. Desenfrenado, impertérrito, desmembrador y “desfelinizado”.

Entre tanto rostro, tanto cameo, Ralph Fiennes se entrega con su flema británica, otorga carisma a la historia perdida en el medio metraje, distrae con sus corredurías sexuales (aunque con falta de riesgo, como infantiloide), hostelería para ricachones y cercanía con su aprendiz silencioso, a veces, porque en ocasiones le invade una verborrea algo inaguantable. Mejor mudo, como Keaton como Lloyd. Como Charles Chaplin.

Esos eran rostros que presentaban la expresividad como nadie, como los genios del expresionismo alemán, cercanos a este Hotel Budapest alejado de aquella brillantez de antaño. Aunque el maquillaje del onirismo del cine de Wes Anderson te deja con la boca abierta, los ojos se te pierden entre tanto movimiento sin sentido, viajes de trenes incompletos, personajes que se mueven hacia ningún lado. Pura nostalgia, sin la fuerza de los clásicos.

Wes Anderson es un director de Texas que pareciera renegar de ello (en el sentido cinematográfico), constantemente está divagando con mundos alejados de aquellos parajes desérticos faltos del líquido elemento, haciendo largos viajes en vías paralelas de colorido abrumador y poético. Sueños los llaman.
El director norteamericano juega con el amaneramiento lineal, como un pequeño caleidoscopio de imágenes en movimiento (podían ser mudas pero su empeño se queda en simple intención pues las inunda de palabras), a mí me hubieran bastado sustituciones gestuales o mímicas del lenguaje.

Uno, dos, tres... cierre los ojos, está Ud. Entrando en la vieja Europa, en el Gran Hotel Budapest.
A una olvidada, tierra de zares y emperadores (tan denostados en la actualidad cotidiana), de duques y vagabundos, de grandes jefes de sociedades y corporaciones hosteleras, de marquesas enjoyadas y propietarios de fortunas inmensas, de herederos ávidos de obras artísticas incunables, de renacentistas o barrocos e historietas cómicas del cine mudo. Como tiras satíricas en periódicos impresos en otro siglo.
Miras el cartel promocional, cierras los ojos y recuerdas el color que baña esta gran fachada continental.

Cuatro, cinco, seis... bienvenidos a un mundo onírico.
Un caminar o viajar en trenes de época y maderas nobles, sueños coloridos que van desde el tono pastel o carmín a el azul grisáceo de la época de entreguerras. Una avanzada histórica a medias, de soldados y espías asesinos, luchadores por o contra la revolución o la inminente llegada del nacionalismo más peligroso y rancio. Imágenes de antaño que rebotan en nuestra actualidad como en un espejo o un cuadro de niño con manzana. El Apple del pasado. El dinero.

Cuando la guerra está próxima y la sociedad se tambalea, Wes se preocupa por un robo sin sentido, una excusa para contar otra idea que él tiene en la cabeza (para unos privilegiada, escatimada en brillantez para otros más a menudo), embaucando con su universo a los espectadores que esperan su película definitiva, pero que nos acaba derivando a sus frenéticas persecuciones y resplandecientes secuencias de postal navideña. Trucos de cámara, enfoques y travellings imposibles, en una cinta sin fin de correrías de sus personajes enmascarados en el cómic o minuciosamente maquillados con magnánimos mostachos.

El Gran Hotel Budapest se define en la crítica por términos y calificativos, como screwball de otras épocas, con sus potentes líos humorísticos que se quedan alejados de aquel cine perdido. Excesos estilísticos de su puño y cámara, con guion a la par con uno de los miembros habituales de su equipo artístico Hugo Guinness, en una especie de parodia u homenaje de directores que encumbraron el género. Imágenes basadas en las representaciones escritas con detalle en la novelas del austrohúngaro Stefan Zweig (Carta a una Desconocida, María Antonieta).
Sin embargo, los personajes que dibuja Anderson son fríos en comparación, viven en su propio mundo y son caricaturas en sí mismos, de estos grandes actores que aparecen desperdigados en las secuencias animadas. No veo a las persecuciones de Hitchcock, ni al toque alocado de Lubitsch, y ni mucho menos se acerca a los lustrosos diálogos y chispeantes del gran jefe de todo esto, Billy Wilder. Son intentos, sueños.

Siete, ocho... viajamos, eso sí, en trenes. Desplazamientos por escenarios de ensueño. ¿Y? Por dónde se mueven estas caricaturas, son meros soportes para contar su historia de robo y engaño, deambulan y desaparecen porque lo requiere su cerebro. A excepción del maestro de ceremonias Ralph Fiennes, omnipresente, y su inexpresivo furtivo aprendiz. Yo le hubiera hecho callar más tiempo, sin tanta diatriba poética, inacabada, entrecortada, vacía. Más al estilo de los grandes mudos, Chaplin o Keaton, con gags míticos para recordar y carcajearse a gusto. Así, sólo recordaremos su incipiente bigotito, y nada más. Wes prefiere la repetición de miradas, de expresiones huecas y acción alocada desde el punto de vista ignoto de su cámara, sin el surrealismo mágico de Jeunet ni el ácido de los Monty Phyton. Ya sé, son palabras mayores, como comparar su cine con el de Terry Gilliam, más o menos.

Nueve, diez!! Ha entrado y salido del Gran Hotel Budapest, sin apenas haber pisado la Europa de comienzos de siglo pasado, si escenarios sobrecargados, como oteando a lo lejos las caricaturas de Hergé o juegos de guerra con espionajes familiares, introducirse en el humo de comedias con sabor a otra época, mirar por una puerta entreabierta los crímenes y la marcha en trenes con inconexo desenlace. Más, claro está, el siempre incrédulo romanticismo juvenil del autor, irreal como sus besos sin lascivia.
Aquí, se abalanza sobre cameos como trofeos del gran público, a descubrir como el juego del Cluedo en grandes mansiones imperiales.

El cine de Wes Anderson para algunos es la gloria del sueño post-moderno, del cubismo cinematográfico, para otros el vacío de lo expresivo y la nada comunicativa en lo referente a contar una historia. Seguramente haya un término intermedio, y seguir esperando la gran obra de este singular, colorista y extravagante director americano.

*** Interesante ***


Tráiler Bad Country, de Chris Brinker. Reparto: Matt Dillon, Willem Dafoe, Neal McDonough, Amy Smart, Tom Berenger, Bill Duke, J.D. Evermore, Chris Marquette.


Grand Budapest Hotel Soundtrack - S'Rothe Zauerli.



domingo, 28 de octubre de 2012

Moonrise Kingdom: El reino de Anderson.



Por los cuentos sin complejos.

Los mundos cinematográficos de Wes Anderson se adentran por los mágicos reinos de la ensoñación particularísima. A través de una contemplación (casi poéticamente infantil) y de un surrealismo característico del director de Texas.
Sus guiones están repletos de su extraña comicidad, con la vocación por la naturaleza y los cuentos clásicos.
Además, se hace acompañar en la escritura de Roman Coppola (hermano de Sofia y acompañante en otros trabajos anteriores). Interesante sería saber la aportación de dos mentes distintas en las formalidades del guión.

Cuando Anderson se distancia de sus códigos reconocibles y loables, dejando paso a una motivación de los personajes por la capacidad destructiva y violenta con sus congéneres ficticios, es cuando mi cabeza se evade en un limbo particular. Es como que no cuadra esa representación infantil y surrealista, con el mundo caótico de los mayores. Sin embargo, en Moonrise Kingdom este hecho, es más gratificante que en anteriores films. Por eso, este film se torna el más completo de su carrera.

La película se descarga en toda su fuerza en sus jóvenes intérpretes Jared Gilman y Kara Hayward, en una especie de Romeo y Julieta campestres. Con intereses cercanos a los adultos pero con explosiones simpáticas de infantilismo.
Ahora sí, el director tejano se sabe acompañar de un cuadro de secundarios de lujo, formando una familia muy especial (como ocurre en la mayoría de sus films). Un mundo adulto que, en ocasiones, se infantiliza más que los propios niños, cambiando sus papeles en los distintos contextos de la historia.
Es como un retrato o una acuerela infantilizada de sus propias debilidades.

Moonrise Kingdom como buen cuadro, se representa y desdobla sus mundos oníricos en su paleta de colores pastel. Cada tonalidad deviene con distintos estados de ánimo del lenguaje fílmico. Decora el ánimo de los personajes, y enfatiza la alegría o la tristeza, dibuja la épica de los cuentos y novelas juveniles de aventuras.

Por eso, utiliza sus gamas de grises y azulados fríos. Es el énfasis de los momentos desbordados por la melancolía, por tanto, los individuos (niños o mayores) se vuelven cenicientos con los ambientes amenazadores. Los gris-azulados manejan los resortes nostálgicos de los recuerdos de infancia y de las aptitudes amenazantes del mundo adulto. Aquí se embarcan los sentimientos recargados de traición y desamor como auténticos resortes del fracaso.
También reflejan los elementos tradicionales de la educación. Cuando los adultos insuflan los valores a los niños, convirtiendo la aventura y la libertad imaginativa de sus mentes en reglas y obligaciones.
Niño esto es así... y punto.

Los tonos ocres, amarillos y anaranjados. Son los cálidos del caleidoscopio "andersiano" que transmiten la ternura, el amor y el humor infantil. Son los cuentos pintados a mano por campos y aventuras de antaño. Sus personajes, ahí dibujados, se dan la mano con las obras de huérfanos aventureros, Tom Sawyer y Huckleberry Finn (pintados en riberas del Mississippi por Mark Twain), de los cuentos clásicos de los hermanos Grimm y Hans Christian Andersen o del dulce salvajismo de Charles Perrault (dónde los animales tienen comportamientos humanos como en el caso de Fantastic Mr. Fox).
Los niños se entregan al amor y la amistad, luchan contra la injustica y sus miedos. Y en los momentos felices, los tonos se aproximan al sentimiento y a las risas, los colores tierra crean un ambiente relajado casi festivo, como un picnic en la montaña, aflorando los recuerdos de juegos antiguos, de canciones vitales y del amor sin complejos. Niños jugando a ser adultos en mundos literarios y cinematográficos, como Rob Reiner manejando a sus jóvenes aventureros. Pero, eso tendrá que esperar a otra ocasión.

El mundo de los mayores se desdibuja.
A veces, son drámaticos colores, otras se vuelven más infantiles que los propios jóvenes. Pataleta y errores cometidos por un plantel magnífico donde se pasean nombres como Bruce Willis, Edward Norton, Bill Murray, Frances McDormand, Tilda Swinton, Jason Schwartzman, Bob Balaban o Harvey Keitel... Y a esto no se puede decir más. Así cualquiera.
Cuando descubrimos en la pantalla a alguno de ellos, se reconoce y se desgusta de su trabajo al momento. Sus personajes secundarios se tornan imprescindibles, y se convierten con sus celebradas apariciones en absolutos protagonistas de la secuencia.
Su cuadro es más obscuro por lo general. Son los seres perdidos e incluso fracasados, aplastados por los subterfugios de las apariencias sociales y la obligaciones.

Con Wes Anderson, me siento en un tobogán, con momentos de máxima complicidad.
Otras veces, me arratro por el frío descenso esperando un golpe que me saque de su ensoñación personal. Esto ocurre cuando algunas decisiones tomadas por importantes, se dan como pinceladas, y se vuelven a corregir encima, una sobre otra indefinidamente.

Sin embargo, Moonrise Kingdom me ha parecido su obra más interesante hasta el momento.
Porqué la luna siempre aparece por el horizonte para todos y nos vuelve un poco lunáticos y nostálgicos de épocas mejores.
Y además, saca mis preferencias pictóricas y musicales. ¡Qué no es poco!

*** Notable ***

Antes de participar en el nuevo trabajo de Wes Anderson, el gran Bill Murray llegará a la gran pantalla con Hyde Park on Hundson, de Roger Michell. Reparto: Olivia Williams, Laura Linney, Olivia Colman, Samuel West. Trailer:


Tilda Swinton, que voy a decir de ella, protagonizará próximas películas de Terry Gilliam y Jim Jarmush. Palabras mayores. Mientras tanto os dejo con este extraño proyecto Phantasmagoria The Visions of Lewis Carroll, dirigido por Marilyn Manson. Reparto: Marilyn Manson, Lily Cole, Tilda Swinton, Evan Rachel Wood. Trailer:




Cinemomio: Thank you

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