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domingo, 19 de junio de 2016
El Hijo de Saúl (Saul fia).
Un Holocausto a nuestras espaldas.
Con la X a la espalda...
"El problema es difícil de resolver. Por muchos datos verídicos que muestres en tu película, al final deberías ser consciente de que la realidad fue otra cosa. Y siempre mucho peor. Pero si al contrario, no dejas ver nada, corres el riesgo de menospreciar lo que realmente fue". László Nemes asume con naturalidad la paradoja en la que viven él y su película. Eso y su papel de director revelación. La entrevista tiene lugar justo después de la presentación de El hijo de Saúl en Cannes. En ese momento, la crítica se dividió entre los que tardaron en despertarse del shock y los que se negaron a aceptar que un debutante de 39 años, hubiera conseguido retratar el Holocausto, como nunca antes lo había hecho película alguna. Otra impactante postura, frente al peso de la conciencia, casi un año después tras ganar numerosos premios como el Globo de Oro y el Oscar a mejor película en lengua extranjera.
La guerra ha sido retratada por el cine, en muchos filmes tal que un espectáculo de masas y fuego. En la historia, un vínculo común a cualquier latitud, de los más utilizados por pueblos y civilizaciones desarrolladas (dudo de la oportunidad de esta definición) para alcanzar un propósito imposible o irracional. Conseguir implantar una determinada forma de pensar o creer, la batalla por una forma de gobierno, otra perspectiva confusa de la ideología, intereses económicos o geo-estratégicos, o la última defensa de unos ciudadanos al límite.
Así fue en el pasado y el presente, los habitantes amenazados por un régimen dominante o un dictador sádico, a un lado u otro, en el Hijo de Saúl se convierten en un vaivén difuso. Como si la cámara grabara intenciones o frustrados pensamientos, desde el fondo difuminado aunque real, hasta el plano cruel en primera persona. Una imagen que encierra el destino de millones de víctimas. El dolor y la indiferencia, porque lo peor, es todo lo que no vemos pero sentimos.
Hiriéndonos con el silencio de su protagonista en este foco disminuido o estrecho, el sonido del dolor está enmarcado dentro de los tres cuartos para el director húngaro, que nos incita a una visita poco habitual en el mundo cinematográfico actual: "El poder de la imaginación es moralmente muy importante porque no podemos recrear el horror, sólo podemos sugerirlo".
Así, chocamos de frente con el punto de crueldad del Holocausto nazi, moviéndonos con él, al centro del sadismo en una civilizada Europa de 1941 al 44, en la que la humanidad sufriría el mayor número de bajas y descrédito. Tras el aviso de la primera gran Guerra, dentro de los cinco continentes se revivieron los actos violentos con la maquinaría bélica repartida por el mundo. Pero, Nemes prefiere centrarse en la vida (pasada por el tamiz de la muerte) de un componente de los denominados Sonderkommando o miembros escogidos entre judíos llevados a los campos de exterminio, para dedicarse a la limpieza de las cámaras de gas.... y evacuación de cadáveres hasta los quemaderos de Auschwitz, u otros lugares tristes en aquella dramática y malvada Solución Final.
Hombres y mujeres sobre el camino, niños separados de sus familias y exterminados bajo el nombre de Stucke o ´trozos de carne`, despojados de cualquier valor individual en la mayor limpieza étnica de la historia cruenta de la Humanidad. Por diferentes motivos, la vía sobre la que nos trasladamos en El Hijo de Saúl es la muerte, casi silenciosa. Sólo avivada por los gritos y lamentos al otro lado de una puerta metálica.
La misma vía con que, una década después en 1955, el director Alain Resnais se servía del material incautado al régimen alemán para describir profundamente, el desastre promovido por una decrepitud racional y moral sin límites. Sin embargo, en esta película de Nemes no se intenta demostrar nada, es obvio. Se centra en la visión del espectador tal que un escape del horror, en la piel maltratada del actor revelación, Géza Röhrig nacido en Budapest, demostrando desde cualquier posición, frontal, sesgada, desde atrás, con un arma apuntándole a la sien, que todos estábamos allí..., observando el comportamiento neutro derivado del miedo, a compañeros deshumanizados y la superioridad moral de una ´raza` opresora mediante el poder de la fuerza. Y el nulo entendimiento de los seres humanos en un estado de guerra, casi permanente, sustituyendo el lenguaje y la escucha, por una cacofonía de lenguas y mentalidades que se vivió en Auschwitz-Birkenau.
El Hijo de Saúl, ralentiza nuestra respiración o congela su composición del horror en nuestra retina. Plagada de sombras y fantasmas moviéndose en el horizonte indefinido, cuando Nemes coloca la cámara ambulante sobre los hombros. Caminando hacia la muerte o saltando de su lado por una décima de segundo, corriendo por los mismos raíles que, el director Claude Lanzmann visitara con los ojos vidriosos entre lágrimas, en aquel magnífico documento gráfico titulado Shoah. Un documental esencial para acercarnos y reconocernos en las víctimas de una industria de muerte ejercida por el régimen del Tercer Reich y su intolerante figura.
Este filme se desliza por los charcos y el sudor, como ocurriese en retratos del pasado, desde La Vida es Bella (y amarga) de Roberto Begnini o la visión trágica de Steven Spielberg. Colocando nuestros ojos en las alturas más que al nivel humano, para ser testigos del recorrido de balas silbando sobre un campo de concentración en busca de un desgraciado huésped, sobre un horizonte grisáceo. Como una ráfaga de viento borrando los restos humanos en el aire y dispersándolos en el tiempo. Pero, separados de cualquier rastro de comedia o agradecimiento, porque Nemes prefiere la distancia justa, cercana al recorrido de la singularidad y el horror, o el sarcasmo silencioso.
Aquellos niños asustados, desaparecieron ante los rostros impotentes de sus padres y, entre ellos, cien mil por debajo de la mayoría de edad, de entre 430 mil húngaros judíos serían marcados, deportados o enviados a laboratorios, para usarlos de cobaya en una labor experimental que produce escalofríos. Ninguno tendría entierro digno, ni alcanzaría el camino nítido de la música de un Pianista o los rugidos de alivio en la salvación de las fieras de un zoológico, sólo lamentos apagados ante el miedo imposible de sofocar. Únicamente, inocentes que compartieron el mismo y triste horizonte grisáceo, recorriendo la misma ruta sobre los raíles abandonados hoy, como el esqueleto macabro de esa férrea estructura nazi o dinosaurio sin conciencia, que marcara las huellas de trenes a las puertas mismas del infierno. A sus inmundos incineradores y cámaras de muerte, al recuerdo de un olor nauseabundo fermentado en el odio.
El director magiar escoge la vía sumergida del trabajo forzoso, de supervivencia a costa de la riqueza de otros y el robo de identidades, de castigos mantenidos hasta el sufrimiento más inmoral, de muerte sin fronteras, si no se cumplían los terribles designios de personas como nosotros. Borrar de la faz de la tierra a un grupo o etnia por decreto. Y los dudosos pasos ante una posible opción, real o inventada, para conseguir abandonar, no un anunciado asesinato, sino, una muerte en vida, transmitida en directo.
Todo su mundo, trata sobre ese carácter inhumano que aparece siempre en el ser, aparentemente civilizado e inteligente, de aptitudes irreconocibles, o no, y el dolor de familiares que se ven despojados de todo. Incluso, de la razón o los rasgos identitarios. De torturas que no veremos, porque si tuvieras la oportunidad de sobrevivir a aquella estulticia, el recuerdo de la masacre a tu alrededor sería una colosal tarea, con las balas apagando gritos o lamentos gasificados en la penumbra, los actos ocultos de crueldad, la involuntariedad de los cautivos y compañeros de horno. Sólo producirían un eco sordo en tu memoria, tal que una decrépita fuga a la asfixia reinante y el caos. El recuerdo de una masacre que te despojó de cualquier rastro humano o piedad, sobreviviendo como pudieras. Revivir y dirigir la mirada en la actualidad, a una pesadilla que produce un dolor en el espectador tan inmenso que lo desprotege ante su visionado cruel, ayer u hoy.
Somos testigos sin mancharnos las manos (únicamente la conciencia), mientras suena la reverberación de un piano en un universo abstracto, y el traqueteo de una llegada del próximo cargamento, con la niña de rojo y el hijo sin alma, arrastra su olvido junto a millones de personas apiladas y deshidratadas. Con parte de aceptación de una población engañada o sentenciada. Son los ecos y los caminos llegados con variedad de lenguas: húngaro, yiddish, alemán, ruso, polaco, francés, griego, eslovaco, hebreo..., traductores de muerte en una Torre de Babel para nuestro protagonista (identificado en nosotros), cuando la muerte del hijo es la excusa o providencia, para alcanzar el sueño de vivir o escapar a una condena horrible. De la ideología racista e indiscriminada, ante la indiferencia de otros muchos, social o política... e intelectual. Para alejarse de aquel olor nauseabundo que persigue en la noche como una sombra de la conciencia.
Explica Nemes: "Nos obligamos a rodar de una manera muy determinada, con reglas muy estrictas. Cuando no estás limitado visual o estéticamente, el cine puede alcanzar niveles de sobre-exposición hasta convertirlo todo en un simple espectáculo de entretenimiento. Al contrario, cuando limitas en campo visual y sólo permites que el espectador alcance a ver sólo fragmentos, consigues sugerir y haces sentir algo que, creo, está relacionado con la experiencia de un campo de exterminio. Con eso y con el espíritu mismo del cine. La mirada abarca siempre mucho más de lo que simplemente se ve", se toma un segundo y continúa: "recrear el horror, sólo podemos sugerirlo. El protagonista cree reconocer el cuerpo de su hijo. Eso o simplemente la posibilidad de salvación en el abismo. De paso, reabre el debate que desde Auschwitz condena toda obra de ficción, todo nombre, sobre, precisamente lo innombrable".
Nos situamos y nos coloca el autor, a la altura de la decencia de unos ojos vacíos y su aliento entrecortado, al lado de un cerebro que piensa en cualquier posición, de nuevo en silencio. El miedo a respirar y sentir...
Prácticamente cegados por el terror y esa deshonra oculta, que sucede más allá, o llamando de nuevo a la puerta desde el pasado, en nuestros días. Sin descanso, noche y día, reviendo aquella fatídica sucesión de actividades criminales y debilidades frente a la injusticia. Sucesos a los que se veía obligado nuestro protagonista Saúl, y nosotros con él, sin necesidad de aspavientos ni trucos, simplemente con profundidad de miras y raciocinio, para mantener la calma y traducir sus miedos en diferentes lenguas y gestos, que se desprendía en aquella deshumanización calculada milimétricamente, y extendida como una execrable enfermedad mental. La maldad, que conquistaría el pensamiento único, con un veneno tan eficaz como peligroso.
Son of Saul es ese tipo de etapa en el camino, sin escrúpulos, que denuncia la debacle ética del grupo. La vía que escogemos cuando evitamos el diálogo o entendimiento entre distintos, una derivada del horror o una fuga a ningún lugar, la delgada línea que dibujamos y subrayamos una vez tras otra, durante décadas y después, en estos momentos de crisis planetaria y posturas radicalizadas. La vida de Saúl es la búsqueda de ese viaje incompleto, incompatible con la fe (la creencia sin esperanza ni alma), caminando ante la crueldad del hombre y la necesidad de un tipo de cine denuncia. Interpretado con tranquilidad de espíritu, como un autor retrata lo indefinido, el terror tras la puerta, el documentalista comprometido, el pianista sorprendido, el cómico protegiendo la inocencia, un empresario valeroso, un cuidador de zoo... o cualquiera de nosotros, dedicados a intentar que la historia no se repita de nuevo. Hoy se disputa sobre un terreno de juego, evasión o victoria, sin odios ni salvajismo entre Polonia y Alemania, gracias. Pero, con peligrosas excepciones... y gracias a un director valiente que consigue denunciar el horror y el odio, desde otro novedoso punto de vista.
Porque, como dice el director László Nemes: "No es una cinta sobre la supervivencia, sino sobre la realidad de la muerte. La supervivencia, de hecho, en la realidad de los campos es mentira, nunca se dio. Si acaso fue una mínima excepción. Me molesta cuando las películas del Holocausto insisten sobre un hecho extraordinario como el de salvarse. Mi personaje lo intenta, pero lo hace a la desesperada. No hablo de cómo se escapa del campo, sino de una huida interior".
Espero que logremos escapar a ello... y que nunca más, se repita.
Son of Saul Soundtrack - László Melis
Klaus Nomi - The Cold Song
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