En el panorama terrorífico de las producciones para el cine o televisión, los títulos nominativos con protagonistas femeninas, reproducen un aluvión de sustos en la pantalla, ya sea en un panorama distópico con Lucy, los casos de muñecas ´lindas` como Annabelle y pesadillas infantiles, los poderes arrastrados por Hanna en investigaciones clínicas, las cacerías cibernéticas de Alita con sus mecanismos asesinos y las numerosas brujas, de diferente consideración. Como el caso presente, con denominación de origen francesa y de nombre Marianne, que comienza y no termina... tan bien como mal.
Pero, ya desde los comienzos de la imagen en movimiento, los cineastas se dedicaron a señalar a las mujeres como objeto de personajes depravados, no muy habitual en realidad. Disimulando con sus encantos sexuales o dispuestas a envenenar a sus despistados cónyuges o enemigos masculinos, aún sin nombrarlas en los títulos... tal como expresase una Monster interpretada por Charlize Theron.
También como esos otros ´monstruos`, de estilo clásico, que intentaban clavar los colmillos en sus cuellos, eso sí, a una orden de sus maestros machos normalmente.
Sin duda, sería Carrie de Stephen King y dirigida por Brian de Palma con la tierna adolescente interpretada por Sissy Spacek, llamando a las puertas del infierno personal, la que daría ese cambio brusco y un nuevo giro al concepto del terror. Potente antecesora de otra obsesión trágica como la Annie de Kathy Bates en Misery, pasando de ser meras víctimas, a potencias degeneradas con vocativo femenino.
Si no que se lo digan a las mujeres fatales del cine negro como Lauren Bacall llegando de las manos de Bogart, hasta Dogville, ángeles azules con labio carnosos y medias llenas de Perversidad, que ya rondaran en la mente del maestro del suspense en Vértigo o las bellas de noche o de día de Luis Buñuel.
Por supuesto, también llegaría una gran experta, Bette Davis y sus increíbles ojos, en filmes como La Loba, el asesinato frío en La Carta o torturando psicológicamente a Henry Fonda en Jezabel, trilogía de Willian Wyler. Resignación en Cautivo del Deseo de John Cromwell y la lucha teatral con Anne Baxter con Eva al Desnudo del gigante Joseph L. Mankiewicz o, el horror expresivo de ¿Qué fue de Baby Jane? de Robert Aldrich. Lo dicho, Maestra con mayúsculas.
Maldad engendrada cerca de las pasiones de Hitchcock como Rebeca y su tremenda ama de llaves, aunque siguiendo en blanco y negro desnaturalizado, se podría comentar a esa otra ´mujer anciana` entre dos tierras o lúgubres estancias, en la magistral Psicosis. Después de Gildas, Lauras y Lolitas, todas memorables unidas por cometidos y entrometidos sexuales, como la Carmen de Bizet, pasamos al colorido de la Bonnie de Faye Dunaway junto a Warren Beatty y Arthur Penn, en plan guerrera de la carretera. Es la ventana abierta que plantase la semilla para la diablesa de Shelley Winters en Bloody Mama, de Roger Corman. Dos años después a la gran entrada de Mia Farrow en la película de Roman Polanski, u otras endiabladas como ejemplo, retorciendo a la Linda Blair de El Exorcista, Sharon Stone con su picahielos profesionalizado y extasiado, las mujeres al borde de un ataque de pata de jamón de Pedro Almodóvar, parientes lejanas de las damas Mullholand de Lynch y sus corazones salvajes, la perfidia germánica de Emilia Clarke o Lena Heady en Juego de Tronos y demás Maléficas en serie. Eso sí, con matices.
Ay, recordando a Roger Corman en sus miedos con sabor literario de otra era más hermética y poeniana, con Boris y Vincent (aquel enemigo de Dana Andrews en Laura de Otto Preminger), Peter Lorre, Ray Milland, Richard Denning, Robert Forest, Lee van Cleef (fuente futura de The Twilight Zone)... hasta Jack Nicholson jovencito o los ensangrentados Bruce Dern y Robert De Niro. ¡Como digo, de otra época! Y demasiados hombres para Poe o las rubias de Hitchcock.
El Nombre de la Espina...
Pero, unos siglos antes de esta Marianne (en lejana referencia), un genio de la poesía romántica y la novela con elementos psicóticos y diferentes escenarios góticos, como el escritor universal Edgar Allan Poe, ya puso la piedra en la tumba y sus gritos condenados en el cielo. Como la letra escarlata en la primera página de sus obras, junto a las féminas arraigadas a la tierra, como un faro al que arribarán todas las pesadumbres trágicas del presente o las relaciones emocionales más venenosas o despiadadas.
La esposa de Poe, Virginia Eliza Clemm, murió de tuberculosis, muy joven y dicen que casta... en un ambiente brujeril marcado por los celos en triángulo enfermizo y prometiendo ser ángel para el genio tras el pálido fallecimiento. En fin... hace muchos, muchos años, en un reino junto al mar...
Después, el propio dramaturgo cayó en el infierno particular, tras la publicación de "El Cuervo" en 1845, dedicado a sus amantes, en concreto, no se sabe. Annabel Lee podría ser Virginia u otro recuerdo cadavérico, la poetisa Sarah Helen Whitman de Providence en el estado Rhode Island, tal vez la amiga de su infancia Sarah Elmira Royster, no lo sabremos ya.
Edgar se vería aquejado con mismos rasgos consumidos que su esposa, pálido, decrépito y hastiado, teniendo a la vez de síntomas de cólera y fiebre alta, en diarrea química hasta sufrir un posible paro cardíaco. También con esos ataques de rabia intermitentes, a cara de genio, o incluso, algunos estudiosos de tan turbulenta pareja, se decantan por el suicidio. Posiblemente debido a elevado consumo de alcohol y otras sustancias adictivas, que pronunciaron también el declive mental hacia su particular caída de la casa Usher. Sin duda, el amor violento de Madeline sobrevivió por una escasa temporada en otros cuerpos, o espíritus, ante las nocivas evoluciones de sus saludes, y su poesía convertida en simbolismo de la literatura francesa, con su estilo victoriano y proclive a cierto surrealismo mágico por sus cuentos metafísicos y sus dramáticas damas.
En esa era entre Baltimore del colorido Inner Harbor de hoy y el Boston más literario en pretérito colonial, se inclinó por la difusión onírica de eles, que si Annabel Lee en sueños, Ulalume en otra pesadilla prematura con pérdida del amor, Lenore jovencísima, el ala de The Raven, Eleonora, la también cormaniana Ligeia... hasta que se decidió a enterrar su corazón delator, entre el espíritu infernal del gato negro o un barril de amontillado, frente a aquella casa Usher del demonio y su cataléptica junto a Mr. Corman y el gran maestro de ceremonias románticas Vincent Price.
El sur de Baltimore en el estado de Maryland (otro territorio atlántico, de los 6 que conforman New England, cuna de Patriotas futuros), estaba plagado de bohemios, aventureros sin fortuna y visitantes salidos del Mayflower. Recurrentes habituales de tabernas junto al puerto, rostros duros y cruces de navajas, no plateadas, al lado de cierto puritanismo religioso en época de persecuciones y "brujas". Con los puños salados o agitados, como la mar, mientras suena una sintonía acompañada por ritmos bucólicos y rimas asonantes... del liberalismo y fin de la esclavitud.
Una estancia para sombras furtivas del esclavismo físico en el nuevo mundo, más que espiritual. Escapistas de la realidad en el sur, patria de tunantes y pescadores irlandeses, buscadores de nuevos comercios, de viajes intrépidos con los arponeros de Melville y su excelsa Moby Dick... y que, con el tiempo y los tragos, fueron cambiando pantalones impermeables o botines callejeros, por otras batallas con sabor a independencia. Posteriormente a madera de bates de béisbol y goma de las zapatillas de basket, junto al servicial Boston y sus duendes célticos. ¡Anda mira un trébol, no lo pises!
Desembarcamos con ese característico ruido, no de olas salvajes sino de chirridos en el parqué, sobre la capital de Massachusetts, chillando en el ambiente guerrero como gaviotas o graznidos de cuervo al norte de los Gangs de New York de Scorsese. Hacia la Guerra de Secesión por la libertad y la otra locura de la sangre y la aparición del padre Abraham Lincoln.
Seguramente, recuerdo de las disputas de ratas en callejones mal alumbrados de la historia, junto a la propagación cultural de la universidad en la Iluminación entre Harvard y Cambridge, los faros en la costa antes del primer raíl del metro y las brillantes luces actuales de Boston. Así entre peregrinos melancólicos y horror, fue como crecería el niño Edgar cerca de la bahía, viviendo al día su concentrada exasperación de cara al futuro y sus indeseables pesadillas rimadas sobre el papel o la mente. Callejeando sobre disputas portuarias y aquellos conflictos más violentos, con amantes despechados, enfermedades respiratorias y prostitución de bajos fondos.
Allí se alimentarían de igual forma, escritos con nombres propios, repiqueteando en el corazón de sus seguidores o golpeándoles de forma bella y onírica, pero contundente. Como esa mal tóxico que se instala en el interior y te va devorando, poco a poco, sin pausa. Sin manera de protegerte o escaparse con tus alas negras de la muerte.
Ahora, a escasos siglos, la sociedad filantrópica de Nueva Inglaterra, trasciende su nombre universal y hegemónico en la costa neoyorkina y la ganancia de tierras al mar, dedicando sus esfuerzos limitados al rescate de los desarrapados sociales o sus denominados ´homeless` en mareas y naufragios. Son los herederos del tiempo patriótico, del tributo poeniano ancestral y oscuro, del vidrio que mantuvo su alta graduación de manera constante e hiriente, frente a los grandes centros médicos. Reavivando corazones.
Morella y Berenice, como en los cuadros tormentosos de Gustave Doré, saltaron de las penumbras de Baltimore y alrededores, a las manos de Lord Byron y su vida, con sus quijotes por todo el mundo, cavando su propia tumba... o ese comienzo de una vida eterna en las páginas. Junto a los juicios de Salem y al cementerio de Westmister, donde prevalecen los ecos de familias "más afortunadas", como el nombre de Doyle o los inventados en la literatura de Watson y Holmes. Algo de realidad, siempre puede haber en una aventura literaria...
De un infernal Gato Negro personal y la historia en 1692 en epidemias, reales como la viruela o ficticias como la falsa moneda, se engendró aquel niño. Salió de la tripa de Wendy, no la que se subió al barco con Peter Pan más británica, sino de los nombres escritos en Witches of East End, como una embrujada Freya Beauchamp, enamorada y enfermiza hasta las trancas. Las vecinitas sexys de la Bruja del Oeste en Oz y las más flexibles Wicked de Broadway. Hasta la pesadilla final, como los Kennedy... como la luz y la obscuridad, que giran incansables a nuestro alrededor.
La Conexión Marianne...
Emma es una escritora francesa de novelas de terror, que recuerda a esas supuestas ´heroínas` de Allan Poe, en parte, y que mantiene ciertas características mentales en sus afamados relatos. Heredera de la bruma, de caseríos junto al mar y torretas giratorias, al estilo romántico con sus escaleras de caracol al infinito o el averno. Posiblemente, como faros majestuosos que ejercen un magnetismo especial, y una angustia, parecido a las tribulaciones necesarias de un navío que se acerca a la costa en la tormenta. Sombras que vienen y van, describiendo círculos interminables y profundos, como aquellas pesadillas que atormentaban a los protagonistas del poeta en fríos sótanos, barriles emparedados y fosas, sacrificando entre penumbras y péndulos psicológicos, el porvenir de sus familias e hijos.
Los hijos marítimos, han ido creciendo como aquel niño quejumbroso, para reencontrarse con los mismos efectos multiplicados de sus ancestros o caracterizados sobre los nuevos tiempos. Es decir, con un tétrico maquillaje y una interpretación de aquel horror clásico, que viene y va, gracias a crujidos de huesos y la estampa de una primera Marianne.
Mireille Herbstmeyer es la actriz que está tras el nacimiento espantoso de la bruja transformada, con ojos enloquecidos de Bette Davis y sonrisa de Jocker, que se vuelve veleidosa como una prenda que quitar y poner. Fantástica e ideal amenaza entre gestos torcidos, como una Madame Daugeron cortante desde su espacio secundario y bastante desconocido, en renglón retorcido de Poe. Por tanto, se convierte en la verdadera interpretación del mal y el pasado, en el horizonte paranormal de esta serie entre Lazy Company y T.A.N.K, con el título homónimo en femenino.
Sin embargo, no todo lo que bien empieza, tiene que constituir o formalizar un buen fin, porque la estructura se ve damnificada por otros ponzoñosos objetos o rostros. Lejos incluso, del moderno conglomerado terrorífico y globalizado de Stephen King.
Si Mr. Poe decoraba grácilmente con lujosas palabras, sus relatos, y los impregnaba con un aura fantástica de misterio gótico, a veces tibia o etérea como la penumbra; por el contrario en esta producción francesa, las definiciones eficaces en Marianne van decayendo, alejándose de la tierra y las osamentas sacrificadas de sus ancestros o recuerdos. A miles de millas de distancia del faro que alumbra, de aquellas mujeres que condenaron en hogueras, quemando la posibilidad de un mejor entendimiento o la comprensión de sus capacidades ocultas. En definitiva del alimento del alma de un poeta...
Con elevada fruición, en el pretérito, brujas las denominaron, y en los libros se convertirían en martilleo continuo para sus cabezas. Heroínas sacrificadas en un época no tan lejana y tenebrosa, que vuelven en esta obra deambulante, desde los pies de Jack Nicholson en la nieve de The Shinning y sus escritos malditos que devoran su alma, a los subterráneos In the Mouth of Madness de John Carpenter. En decadencia terrible hacia un Fallen, con guapo Denzel Whasington, bueno John Godman y el malo Donald Shuterland; aquí protagonizado por la juventud de Victoire Du Bois, Lucie Boujenah y Tiphaine Daviot.
En la sombra o decadencia episódica, creada y dirigida por Samuel Bodin (también escrita junto a Quoc Dang Tran), se desvela mucho capricho tortuoso en el avance de Marianne. Tanto que al final, no parece existir nada, ni un ápice de poesía ni terror, ni pensamiento embrujado, ni lámpara encantada... Sólo algo de fango narrativo y efectismo repetitivo, naufragando frente a la costa de Nueva Inglaterra, bien cerquita de la tumba recargada en el recuerdo, de Edgar Allan Poe.
Por consiguiente, rasgando el terruño de Marianne con las uñas, sucias de gloria, desenterramos el marchamo fúnebre, en el ocaso de Edgar y sus poemas, sin hallar la brillantez deseada o las garantías de su pensamiento enfermizo. Ni siquiera las huellas de sus relaciones emocionales, pesadillas más macabras, sacrílegas o... necrófagas.
Aunque, lo hecho y dicho a pecho, es evidencia que la actriz primera como Marianne, es un magnífico inicio del terror que se esparce ululante, como las cenizas en el viento... y la risa nerviosa en el ataúd de Poe.
El Nombre de aquella Rosa.
Soterrados... Los recuerdos sobre aquel pueblo, ya no son los mismos relatos de antaño, pues las odas elegantes se han transformado en conversaciones irónicas, compuestas por sudores fríos y dolor ante la pantalla. Tanto que te va congelando, ante los cambios fisiológicos u otros hormonales de los protagonistas, los múltiples saltos que van dando sin sentido, como los espíritus condenados en la serie... en un baile de aquel The Hidden cambiante, sin ritmo necesario, y una incomprensible derivación embarazosa a Shyamalan...
Bueno monotemática y lacónicamente, el aura de Ella.
Una rosa marchita, que araña la superficie de aquella amarga y húmeda, condena, para acabar por los rincones del faro, como un alma en pena. Sin rasgos característicos con la aclamada obra representada, ni redondeando los estados fisiológicos que pudieron quedar atrapado por un muro de dolor, con febril mensaje o amargados huecos en el terreno. Encabritado sobre olas caprichosas y reclamaciones de declaraciones verdaderas al espíritu.
A la hora de la verdad, querida Marianne y todos los demás elegidos en la faena, para recrear esa complejidad del tejido social de Nueva Inglaterra (rodada en plena Francia) o el sincretismo relacionado con el pensamiento humano, esa percepción elevada del amor romántico... simplemente, cavar a 100 metros bajo el suelo, ¡no basta!
Para embellecer su relato, habría que revolver más la tierra empapada, escudriñar cada elemento enlodado con falsos escenarios o trucos, grano a grano, hueso a hueso... considerando los motivos de una posible calumnia, que amenaza con destruir a todos los invitados de esta temporada de Marianne. Los productores deberían haber sopesado el esfuerzo en la realización, para comprender que la historia no se mantiene por esos primeros instantes, entre pánico o miedo de estilo galo enfermizo, sino que la acción debería servir para comprender nuestra propia esencia, lo prohibido... Y enterrar definitivamente, los errores del pasado. He dicho, que no rimado... o sí!
Hablando en plata, cuando se menciona a un maestro como el gran Edgar, tienes que sentir las palabras, como brotes que arraigan en el alma, como cadenas que se arrastran en la medianoche y cuyos chirridos, erizan los pelillos de tu cogote.
Como un aliento gélido que barre todas las consecuencias posibles y sandeces repetidas, los hechos sojuzgados, las luces intermitentes en las alturas, las sentencias que se cumplieron con sangre, fuego y barro, tratando de evitar rodeos y viejas rencillas de chavales, sin importancia. Por consiguiente, no manchar el nombre literario en vano, excavando dicho agujero con vistas al pasado y quedar en la penumbras de la memoria, desproveyendo de luces envolventes y persiguiendo emergencias dramáticas, destituyendo aquellas inquietudes crecientes de un artista iluminado.
Las fuentes de alienaciones futuras, encuentros furtivos con la muerte, como aquellos marinos en las callejuelas de Baltimore o Boston, con el espíritu redundante de una obsesión o Salem, que martillea o rasga la caja de madera, paulatinamente.
En su reconocido busto o terrible cabeza, dispuesta para embellecer con sustos, la personalidad y el agravamiento de la conducta, nos hundimos. Ya que, por fuera, todo estaba predispuesto, la escena, el tiempo, el alcohol, la enfermedad, el escenario, los deseos, la taquicardia, la tumba, el fantasma, el amor... y sin embargo, no te quiero, Marianne.
Juicio y condena.
Una producción interesante en principio, que queda lastrada de manera terrible, por la conversión idiomática de los registros vocales en francés o traducciones de sus diálogos, con significativa evidencia. Además del argumento que va cayendo hacia un oscuro pozo, sin atractivos finales. Ya que los cambios de piel, los diálogos y devaneos juveniles de sus personajes principales, no captan toda nuestra atención, lamentablemente.
Todo se vuelve penumbroso, potenciado por acciones caprichosas y comentarios estériles, como piel de bruja enfermiza. Renacen vacuas las palabras, una y otra vez, condenadas también por los extrañas voces, con mezclas o traducciones vagas. Marianne, se diluye entre los encajes, como se produjo con el pensamiento poeniano bajo la fiebre o la maldita absenta. Verde como el césped de ultratumba o el musgo en la roca, como el alga en el oleaje salado o el mismo trébol de unos Celtics.
La banda sonora, es una sucesión de ecos de ultratumba, con música clásica y temas de grupos como Pixies o el final negro de The Texas Chainsaw Dust Lovers.
Algunas interpretaciones no puedo considerarlas, porque se maquillan con efectos especiales, bastante pobres para Netflix y una utilización de la iluminación o del sonido, algo más acorde en sus primeros capítulos. El guión deshilachado en su parte fundamental, con giros que no acaban de llenar y se parecen más a jirones, sobre una tela raída por el tiempo. Entumecidos por la concentración de movimientos o esos saltos de personalidad, y las repetidas manipulaciones que hacen referencia a la prohibitiva orden de expresar mentiras tras su nombre pronunciado. Vamos, una tontería o excusa, para labrarse un camino tortuoso y demasiado caprichoso.
Marianne siempre se lleva algo entre sus manos, ahora y casi siempre en esta entrega... ¡Todo lo bueno!
Tráiler Le Mans 66, de James Mangold.
Tráiler Les Misérables, de Ladj Ly.