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martes, 3 de febrero de 2015

La Isla Mínima.


El Niño sin bromas.

Este próximo fin de semana se otorgan en Madrid los premios Goya del cine español, en una ceremonia en la que ellos se lo guisan y se lo reparten, es decir, debes poseer la uniformidad necesaria para entrar en su exclusivo club, tanto cultural como ideológico.
En una época que me recuerda a la aparición de un joven político de izquierdas que lanzaba consignas sobre superar la crisis y una antigua etapa negra en España. Eran los 80, un periodo de tiempo tras una dictadura forjada en una cruenta guerra civil que separaría para siempre a los ciudadanos y que los aromas de la venganza fluyen hasta nuestros días. Triste.

Por tanto, en los años siguientes de aperturismo y democracia, yo tenía una edad demasiado temprana para comprender esa situación de la sociedad española. Durante principios de los 80, vivía en la tranquilidad de una familia humilde que trabajaba (si podía) para mantener un nivel de vida adecuado y tranquilo, sin excesos. A pesar de la amenaza terrorista, se podría decir que éramos más o menos felices. Si es que se puede considerar así.

35 años después cuando la cosa tendría que haber cambiado, todo sigue parecido.
Los medios y la noticias siguen asustando al personal con crímenes de todo tipo, y si cabe, mucho más crueles y dolorosos, da igual el tipo de terror que se quiera imponer en nuestras ciudades.
Ahora, el director sevillano Alberto Rodríguez visita los escenarios de su tierra con las marismas del Guadalquivir como escenario truculento, tanto que por momentos parece irreconocible, por la excelente calidad fotográfica y el tema tratado en su nueva película La Isla Mínima.

Contada en los inicios de dicha década, los niños de barrio del sur de Madrid o de Sevilla, vivíamos con el pensamiento puesto en los juegos y estudios, mientras que los mayores miraban al futuro con esperanza. Así, ocurre con dos policías cambiados de su destino madrileño y con las niñas aparecidas muertas, violadas y seccionadas violentamente en la película. Señalando un panorama tan truculento que me cuesta trabajo reconocer sin hacer una mueca, lo siento pero no acabo de entender que una población tan jovial y animosa se encontrara en tales condiciones de decadencia y salvajismo. Siempre se han cometido asesinatos, pero recuerdo que el caso de las niñas de Alcáser se produjo en los noventa y la procedencia de los incriminados era de clases sociales bajas y entornos enfermizos. Es así habitualmente.

Por esos motivos, me acerco con cuidado a todas aquellas empresas cinematográficas que manejan datos históricos o ahondan en los sufrimientos del franquismo y la guerra civil. Hombres y mujeres que formaron parte de la esperanza y separados por el retrato oscurantista que reflejan los personajes que habitan La Isla Mínima. No se salva ninguno.

Si bien la cinta es correcta en términos de producción y realización técnica, con unos actores bien elegidos encabezados por Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo en la piel de dos policías destinados desde Madrid que se ven inmersos en la investigación, el panorama que dibuja es tan negro y decadente que cuesta trabajo asimilar.
Sin embargo, el guion tiene diversos aspectos confusos y con errores que te distraen de la trama principal, como la suciedad en un pueblo tan luminoso y alegre como el andaluz, que produce una sensación de irrealidad profunda. Una especie de fotocopia de otros éxitos policiacos como Memories of Murder, Seven o la serie True Detective, salvando las distancias en sentido del humor la primera y científica, o los diálogos cargados de metafísica y de la visión innovadora de un director como Cary Fukunaga. Vamos que se han pasado en la comparación, creo yo.

Encontramos secuencias que chocan con ese ruralismo sucio, como la selección de una madre demasiado joven e idealizada como para ser creíble, por no comentar las compañeras de la escuela que parecen sacadas de una pasarela y perfección en sus rasgos físicos. Tampoco me complace, la investigación policial cargada de tópicos para atrapar a un psicópata de ese calibre inhumano, con pesquisas enfangadas y apariciones periodísticas, al igual que turnos de vigilancia dentro de un coche aparcado sin escudos frente a fincas completamente aisladas y silenciosas, sin levantar sospechas ni ruidos en los alrededores. Todos tan cercanos, que hasta parece incomprensible que pudieran ser sorprendidos.

Típico dos policías obstinados, pero tan silenciosos que no parecen compañeros ni sabemos apenas nadas de sus vidas y rasgos psicológicos (todo lo contrario a los ejemplos anteriores) y una historia que se desmadra en tramas tan enmarañadas que extienden la confusión a cualquier tipo de luz sobre la investigación. El comienzo de la situación criminal es prometedor y la dirección de Alberto muy acertada, pero según llegan las subtramas desarrolladas por su guionista habitual Rafael Cobos, todo se vuelve fangoso y artificial con aparición de personajes que ahondan en la degradación moral, volviendo todo demasiado horrendo. No hay un papel que se salve de la excesiva negatividad y amoralidad.

Para acercarme y criticar esta falta de héroes, debo explicar algunas de las características que reflejan sus personajes oscuros y el pesimismo que produce esta película en los jóvenes que vivieron durante la época de los ochenta en España.
En primer lugar, unas menores de edad que piensan que para salir de su círculo natural es mejor socializar con extraños y creer promesas demasiado ostentosas. Con un pequeño pueblo dónde cohabitan los cazadores furtivos que chantajean a la policía, dónde se trafica con drogas duras y los investigadores miran hacia otro lado, y con familias tan alocadas como irreconocibles.

Porque los asesinos múltiples tienen otro tipo de rasgos psicológicos y procesos traumatizantes, aunque se quiera convertir al poderoso en el ser más vil y odioso. Porque un padre de pueblo, vende a sus hijas por ocuparse de un fardo muy peligroso, como si fuera un verdadero mafioso, mientras la madre acepta y mira hacia otro lado. Y se mantienen relaciones extrañas en una casa regentada por una mujer igualmente corrupta y poco comprometida con sus vecinos.
Además, aparece Jesús Castro una promesa del cine patrio que debe empezar a encajar en otros registros, pues de El Niño guaperas que se levanta a la chicas y pone cara de póker en cualquier escena, no va a alcanzar la aceptación de la crítica. Aunque tenga el don del sigilo y la mirada perdida, yo le animo a completar su aprendizaje en la interpretación. Desde luego, yo me quedo con la primera y más divertida que también compite al premio a mejor película del 2014.

Más decadencia, el periodista aparece de la nada y comienza a pedir información a cambio de sus pequeñas revelaciones, solamente para alcanzar el éxito profesional. Los miembros de la guardia civil son estereotipos de brutalidad y falta de competencia, sin ninguna reflexión ni empatía. Vamos lo normal en una película crítica contra las fuerzas del orden de la época.
Y por último, tenemos a un duro comisario que emplea su fuerza para sacar información, pero que se vuelve un ogro cuando se sugiere que iba disparando a manifestantes pacíficos y trabajadores en huelga. Más o menos así debería ser su final, pero se justifica la brutalidad cuando se encara con un aromático y execrable terrateniente.
Al final, el único que parece cabal y ecuánime, el papel interpretado por Raúl Arévalo, es el peor. Pues deja libre a un compañero tan criminal como el verdadero psicópata, para que disfrute del alcohol y las mujeres sin ningún miramiento. Aquí no hay ningún héroe ni rasgo positivo, La Isla Mínima ha resultado demasiado pesimista para una sociedad y un chaval que jugaba en su barrio en los “terribles” ochenta.

Dicho esto, ahora ganará todos los premios Goya y mi opinión será como los restos humanos esparcidos sin orden aparente. Tendré que visionar alguna película española más, que me haga cambiar la perfección de tan atroz crimen, pues a este cuerpo se le ven demasiado las costuras.

** Pasable ***

Cinemomio: Thank you

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