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miércoles, 21 de junio de 2017

Byzantium.
















Una nueva entrevista con la historia.

En 1897, el novelista nacido en Clontarf (población cercana a Dublín - Irlanda del Norte) e interesado en las ciencias ocultas y en los relatos de terror, que le narraba su madre a los pies de su cama mientras estaba enfermo, contaba con 50 años. Y seguía comprometido con aquellas viejas historias terroríficas de hombres alimentándose de otros, en la penumbra... era Bram Stoker y su novela mundialmente famosa Drácula. Comenzaba una nueva era para un mito inmortal, que ha ido creciendo en la cultura general.

Cuando una obra literaria adquiere este reconocimiento, lo normal es que a lo largo del tiempo sea fuente de futuros artistas, y el cine no podía hacer caso omiso a la historia basada en el famoso empalador y emperador de Valaquia (Sur de Rumanía) Vlad Drăculea III o Vlad Tepes. Hijo de Vlad Dracul (demonio en rumano) y esposo de Cnaejna de Transilvania, ejerció su poder y lucha contra el Imperio otomano desde 1456 s 1462.
Diferentes directores de cine han adaptado el mito del vampiro hasta convertirse un icono de sexualidad, dominio de la mente e inmortalidad a través del consumo de la sangre de sus víctimas. Ahora, el también irlandés Neil Jordan (tras haber convivido con estos seres seductores y salvajes en Entrevista con el Vampiro) vuelve a adaptar una historia que bien podría considerarse una continuación de la vida (sangrienta de Vlad el Empalador) y cómo se convierte en una leyenda de la literatura fantástica.

Byzantium retoma todas esas conexiones culturales, mágicas e históricas, y se convierte en un film a tener en cuenta. Algunas de ellas son las siguientes:

- Desde el título, Byzantium, toma partido por una época de Europa Oriental en la que se suceden las batallas, y los combatientes se comportaban con crueldad evidente ante sus enemigos. En los últimos estertores del Imperio Bizantino, la región se conformaba con diversos territorios actuales como los Balcanes y la actual Rumanía.
Esos hombres guerreros, se transformaban en auténticos monstruos y darían lugar a famosas leyendas de la iconoclasia barroca y romántica.
La sangre y el amor eterno se derramaron en páginas en blanco del futuro.

- Emerge la figura de Vlad III y posterior edición de la novela de Bram Stoker. Un niño enfermo que recopiló aquellas leyendas y las transformó en ciencia ficción en la vieja Inglaterra, uniendo el mundo sajón victoriano con la región carpetana crearía al famoso príncipe de los Vampiros.
Se eliminan las reales referencias históricas al personaje, pero el cine se encargaría de unirlas para crear una dinastía poderosa de vampiros a lo largo del tiempo. El Empalador se convertiría en una figura sin remordimientos y salvaje contra sus enemigos, los boyardos o aristocracia real, los colonos alemanes y el invasor otomano.

- La nobleza de su país se vendió al poder económico y político, comerciando con los turcos y Vlad se nombró el salvador del pueblo formando un ejército de tinieblas y muerte desde Transilvania, como una enfermedad contagiosa se extendió su fama por la comarca. A partir de ahí, su odio contra los boyardos y sajones produjo los horribles empalamientos para aterrorizar a sus enemigos turcos, y además hizo cautivos como trabajadores para la construcción del famoso castillo de Drácula.
En el fin de su Imperio, Vlad se refugia en la fortaleza y sus oscuros muros pétreos. Y creando una leyenda respecto al suicidio de su esposa.
Todos enfrentados entre sí, musulmanes, católicos y ortodoxos. En el último acecho a su castillo, los turcos se harían con la victoria y el hermano de Vlad con el poder, siendo manejado por ellos.

- Cuenta la historia que la princesa Cnaejna, se lanzó al río Arges para evitar ser mancillada por los conquistadores, y en su vida había mezclado la sangre de jóvenes doncellas en su bañera para mantener su piel tersa, sumándose a la mítica del vampiro. Su esposo y sucesor de los Drácula sería enterrado en la isla-monasterio de Snagov. Su tumba fue cambiada por los monjes griego debido a su fama y su cadáver se perdió a causa de una riada, decapitado.

En la película de Neil Jordan, Byzantium, empezamos con la visión de unas jóvenes por fuera, en la blanca piel de Saoirse Ronan y la madame de poderoso atractivo, Gemma Arterton. Porque su verdadera edad está cercana a los 200 años, mucho antes de que naciera Bram Stoker y su criatura. Así podemos visionar la película como un lapso en el tiempo, un intermedio. Eterno.

Siendo Jordan uno de mis cineastas preferidos, el guión de Moira Buffini, es antecesor a la historia y predecesor de la creación del mito. Aquí, las referencias al personaje histórico son evidentes.
Su estética es envidiable, recuerda a sus anteriores trabajos, y siguiendo las pautas de la novela en forma de epístola se cuenta la vida de unas mujeres que son cuasi coetáneas a Stoker y su novela, completando un círculo perfecto. Aquellos hechos reales se confunden con la mitificación de un monstruo chupasangre y eterno conquistador.
Jordan le otorga el nombre de Byzantium a un viejo hotel que en gran parte crea el estilismo fotográfico, en el que se comerciará con la carne y se alimentarán con sangre.

El film mantiene algunas características propias de la obra Drácula, cambiando los géneros, pero conservando el mito intacto y con el propio estilo cinematográfico de Neil Jordan. En primer lugar, un barroquismo moderno ambientado en la época victoriana británica, uniendo igualmente Inglaterra con los Cárpatos en una serie de extraños viajes.
La ambientación de los escenarios producen la oscuridad necesaria para desarrollar una historia de terror y ejercer el magnetismo del vampiro carnalmente hablando. Como una hermandad de la sangre a través del tiempo.

En segundo término, el dato romántico de Byzantium encarnado en el amor entre la misma sangre, una conexión eterna de la madre con su vástago separados por la guerra de los hombres y sus diferencias. La guerra interviene de nuevo en la creación de monstruos, como una hoja afilada y curva cayendo sobre el cuello de la historia. La inmortal violencia de las armas.
Jordan se centra en la nueva era vampírica que comienza reflejando las diferencias sociales, por la marginación de la mujer ante sus semejantes machistas, se ve abocada al comercio sexual. Como una antigua princesa que necesitara de la sangre para mantener su estatus social y libre. Una especie de baño de sangre liberador.

La película se cuenta en dos etapas, una actual y juvenil de primeros amores. Entregada a un romanticismo más natural al Drácula de Coppola y Stoker, arropado por una especie de hastío del personaje principal por su personalidad cambiante y adecuándola a una condición de benefactora y dadora de extrema unción.
Sin embargo, 200 años antes las cosas fueron muy diferentes y una joven debió luchar por su subsistencia y el recuerdo de su hija. Para ello, necesitará vengarse de los hombres causantes de esa pérdida, con una serie de viajes a una isla escondida en la bruma y puerta a la inmortalidad del cuerpo sumada a la maldición de su alma.

Bram Stoker moriría antes de ver la inmortalidad de su obra Drácula, en su querida Irlanda. Tierra de monstruos y leyendas.
Neil Jordan sigue muy vivo con su cinematografía (recordando que nació en la localidad de Sligo en Irlanda) y esperemos que por muchos años más pueda segur contando con su estilismo, todos aquellos cuentos que nos aficionaron a la literatura fantástica y al cine de terror.

Byzantium es puro Neil Jordan (quizás con menos medios), y pudiendo perder algo de su fuerza en el último tercio. Para acabar completando el círculo de Vlad el Empalador con una coherencia de guión y estilo fuera de toda duda.

Byzantium es parte de Vlad, por tanto, es historia y leyenda. Es romanticismo barroco derivado a un modernismo feudal, de aquellas primeras ciudades que crecían al albor de la vieja Europa y su mitología. Por ello, es una película fiel al original.

Byzantium es el nombre de un cubículo de vampiros.

**** Notable ***

sábado, 14 de junio de 2014

El Gran Hotel Budapest: in the Wes.


Wes to Europe.

Esta película debido a la concepción que tiene todo el mundo de sus 7, se puede comentar de dos formas, por su singular director norteamericano Wes Anderson, con su mano especial para el rodaje de secuencias disparatadas y elaboración de escenarios, y por los rostros que en ella aparecen.
Debido a las características en las películas de Wes, ya de por sí conocidas por todos los aficionados al cine y a su legión invariable de acólitos (yo me encuentro entre la espada y la pared, entre cal y arena, entre unas películas que me atraen y otras que aborrezco), prefiero dedicar los designios de este comentario a la expresividad.

El Gran Hotel Budapest, como otras del mismo director, pretende ejercer su poderío visual sobre el espectador. Abrumado por la diversidad de encuadres y travellings, de secuencias desenfrenadas y estatismo de los actores entregados a su locuacidad e irreverencia interpretativa. Se mantiene en sus trece de, ofrecer su amplia gama colorista entre los tonos ´pasteloides` y el gris ceniciento azulado, enmarcando los diferentes estados de ánimo de los personajes. Buscando que sus secuencias sean recordadas y mantenidas en la retina, sin embargo, es posible que pasado un primer visionado se olviden como un sueño colorista.

Quedarán los rostros de su elenco, maquillaje y vestuario que presentan a rostros de grandes actores y el juego del reconocimiento por parte del público. Caras que demuestran un máster del pagano por la representación del esnobismo (disfrazado de nostalgia), de unos europeos que quedan atrás en el tiempo, ya casi irreconocibles. De unos personajes en una Europa de entreguerras que se reconocen por una pulcritud y estilismo sofisticado, de ricos. Solamente una cara nueva y otra emergente, en enamoramiento juvenil del agrado del director, pero distantes y fríos. Expresiones de romanticismo asexuado, entre el botones Tony Revolory y la pastelera Saoirse Ronan.

El Gran Peso del Budapest, recae en las estrellas y en la dicción británica, desde el siempre correcto Ralph Fiennes hasta los minutos de cameo de nuestro estimado Bill Murray. Una colección sin tregua para caricaturizar a simpáticos personajes, letrados y familiares encarados, asesinos de ceja levantada, policías militarizados de ceño fruncido. Así, nos hallamos con la recuperación esporádica de Jeff Goldblum, Edward Norton, F. Murray Abraham o Adrien Brody, con escarceos maquillados de Harvey Keitel o Tilda Swinton, como un cluedo o un vagón plagado de invitados a la fiesta, o mejor dicho al robo como leitmotiv para contar una historia sin demasiado interés. A pesar del cuadro histórico, que yo creo desperdiciado en parte.

Se compara en determinados círculos con una screwball de viejos tiempos cinematográficos, en los que los actores se relacionaban entre ellos, emergían los problemas y los gags graciosos, aquí todo queda enmascarado en la música grandilocuente de Alexadre Desplat y la comedia que no da más de sí. Aceleración por comedia, pero sin el silencio de los grandes como Charlot, ni el toque de Lubisth, ni que hablar de los diálogos brillantes de Billy Wilder, of course.
Todo por culpa, mejor dicho, debido a un guion con manierismo Andersoniano, junto a su compañero de letras (a veces cansinas) Hugo Guinness, decantados al surrealismo y a la epopeya engañosa del cuadro de marras, como método de desvío de la acción y las peleas entre familiares de alta cuna, y asesinos contratados a sueldo, dónde Willem Dafoe brilla entre los demás, por su caricatura a lo malvado de Hitchcock, a lo Pierre Nodoyuna. Desenfrenado, impertérrito, desmembrador y “desfelinizado”.

Entre tanto rostro, tanto cameo, Ralph Fiennes se entrega con su flema británica, otorga carisma a la historia perdida en el medio metraje, distrae con sus corredurías sexuales (aunque con falta de riesgo, como infantiloide), hostelería para ricachones y cercanía con su aprendiz silencioso, a veces, porque en ocasiones le invade una verborrea algo inaguantable. Mejor mudo, como Keaton como Lloyd. Como Charles Chaplin.

Esos eran rostros que presentaban la expresividad como nadie, como los genios del expresionismo alemán, cercanos a este Hotel Budapest alejado de aquella brillantez de antaño. Aunque el maquillaje del onirismo del cine de Wes Anderson te deja con la boca abierta, los ojos se te pierden entre tanto movimiento sin sentido, viajes de trenes incompletos, personajes que se mueven hacia ningún lado. Pura nostalgia, sin la fuerza de los clásicos.

Wes Anderson es un director de Texas que pareciera renegar de ello (en el sentido cinematográfico), constantemente está divagando con mundos alejados de aquellos parajes desérticos faltos del líquido elemento, haciendo largos viajes en vías paralelas de colorido abrumador y poético. Sueños los llaman.
El director norteamericano juega con el amaneramiento lineal, como un pequeño caleidoscopio de imágenes en movimiento (podían ser mudas pero su empeño se queda en simple intención pues las inunda de palabras), a mí me hubieran bastado sustituciones gestuales o mímicas del lenguaje.

Uno, dos, tres... cierre los ojos, está Ud. Entrando en la vieja Europa, en el Gran Hotel Budapest.
A una olvidada, tierra de zares y emperadores (tan denostados en la actualidad cotidiana), de duques y vagabundos, de grandes jefes de sociedades y corporaciones hosteleras, de marquesas enjoyadas y propietarios de fortunas inmensas, de herederos ávidos de obras artísticas incunables, de renacentistas o barrocos e historietas cómicas del cine mudo. Como tiras satíricas en periódicos impresos en otro siglo.
Miras el cartel promocional, cierras los ojos y recuerdas el color que baña esta gran fachada continental.

Cuatro, cinco, seis... bienvenidos a un mundo onírico.
Un caminar o viajar en trenes de época y maderas nobles, sueños coloridos que van desde el tono pastel o carmín a el azul grisáceo de la época de entreguerras. Una avanzada histórica a medias, de soldados y espías asesinos, luchadores por o contra la revolución o la inminente llegada del nacionalismo más peligroso y rancio. Imágenes de antaño que rebotan en nuestra actualidad como en un espejo o un cuadro de niño con manzana. El Apple del pasado. El dinero.

Cuando la guerra está próxima y la sociedad se tambalea, Wes se preocupa por un robo sin sentido, una excusa para contar otra idea que él tiene en la cabeza (para unos privilegiada, escatimada en brillantez para otros más a menudo), embaucando con su universo a los espectadores que esperan su película definitiva, pero que nos acaba derivando a sus frenéticas persecuciones y resplandecientes secuencias de postal navideña. Trucos de cámara, enfoques y travellings imposibles, en una cinta sin fin de correrías de sus personajes enmascarados en el cómic o minuciosamente maquillados con magnánimos mostachos.

El Gran Hotel Budapest se define en la crítica por términos y calificativos, como screwball de otras épocas, con sus potentes líos humorísticos que se quedan alejados de aquel cine perdido. Excesos estilísticos de su puño y cámara, con guion a la par con uno de los miembros habituales de su equipo artístico Hugo Guinness, en una especie de parodia u homenaje de directores que encumbraron el género. Imágenes basadas en las representaciones escritas con detalle en la novelas del austrohúngaro Stefan Zweig (Carta a una Desconocida, María Antonieta).
Sin embargo, los personajes que dibuja Anderson son fríos en comparación, viven en su propio mundo y son caricaturas en sí mismos, de estos grandes actores que aparecen desperdigados en las secuencias animadas. No veo a las persecuciones de Hitchcock, ni al toque alocado de Lubitsch, y ni mucho menos se acerca a los lustrosos diálogos y chispeantes del gran jefe de todo esto, Billy Wilder. Son intentos, sueños.

Siete, ocho... viajamos, eso sí, en trenes. Desplazamientos por escenarios de ensueño. ¿Y? Por dónde se mueven estas caricaturas, son meros soportes para contar su historia de robo y engaño, deambulan y desaparecen porque lo requiere su cerebro. A excepción del maestro de ceremonias Ralph Fiennes, omnipresente, y su inexpresivo furtivo aprendiz. Yo le hubiera hecho callar más tiempo, sin tanta diatriba poética, inacabada, entrecortada, vacía. Más al estilo de los grandes mudos, Chaplin o Keaton, con gags míticos para recordar y carcajearse a gusto. Así, sólo recordaremos su incipiente bigotito, y nada más. Wes prefiere la repetición de miradas, de expresiones huecas y acción alocada desde el punto de vista ignoto de su cámara, sin el surrealismo mágico de Jeunet ni el ácido de los Monty Phyton. Ya sé, son palabras mayores, como comparar su cine con el de Terry Gilliam, más o menos.

Nueve, diez!! Ha entrado y salido del Gran Hotel Budapest, sin apenas haber pisado la Europa de comienzos de siglo pasado, si escenarios sobrecargados, como oteando a lo lejos las caricaturas de Hergé o juegos de guerra con espionajes familiares, introducirse en el humo de comedias con sabor a otra época, mirar por una puerta entreabierta los crímenes y la marcha en trenes con inconexo desenlace. Más, claro está, el siempre incrédulo romanticismo juvenil del autor, irreal como sus besos sin lascivia.
Aquí, se abalanza sobre cameos como trofeos del gran público, a descubrir como el juego del Cluedo en grandes mansiones imperiales.

El cine de Wes Anderson para algunos es la gloria del sueño post-moderno, del cubismo cinematográfico, para otros el vacío de lo expresivo y la nada comunicativa en lo referente a contar una historia. Seguramente haya un término intermedio, y seguir esperando la gran obra de este singular, colorista y extravagante director americano.

*** Interesante ***


Tráiler Bad Country, de Chris Brinker. Reparto: Matt Dillon, Willem Dafoe, Neal McDonough, Amy Smart, Tom Berenger, Bill Duke, J.D. Evermore, Chris Marquette.


Grand Budapest Hotel Soundtrack - S'Rothe Zauerli.



Cinemomio: Thank you

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